sábado, 19 de mayo de 2012


La censura de la producción y representación teatral durante los años de posguerra española



    Para cerrar este blog, queríamos dejaros con un tema bastante importante y que creemos interesante, que ha afectado al teatro español los años siguientes a la guerra civil española: La censura de la producción y la representación teatral durante los años de posguerra.



    Para ello, estuvimos investigando y encontramos un documento de investigación realizado a partir del estudio de libros, documentos, crónicas, artículos, etc. de diferentes autores, del cual, creímos indispensable su publicación:



Un teatro al servicio de un nuevo estado



    Al igual que sucede con otros ámbitos de la cultura, los sublevados entienden el teatro como una herramienta más de propaganda política y desde el primer momento intentarán someterlo a su servicio. En el equipo de Ridruejo colaboraron importantes figuras del teatro español de la posguerra, como el dramaturgo Edgar Neville, que colaboró en el departamento de Cinematografía, dirigido por Manuel Augusto García Viñolas, o Luis Escobar, al frente del departamento de Teatro, con el cual colaboraría igualmente el departamento de Artes Plásticas, realizando las escenografías de los autos sacramentales dirigidos por él. Tal como afirma Ruiz Carnicer, a principios de los cuarenta, los llamados “falangistas liberales” —entre los que suele incluir al grupo de Ridruejo— formaron una intelligentzia que, dotó al bronco fascismo español de una pátina intelectual y de ambición teórica.



    Pero este panorama de exilio y barbarie, de predominio de los valores nacional-católicos, de afirmación fascista, de suplantación de la discusión científica y la apertura al exterior por un concepto jerárquico autoritario en todos lo planos y la autarquía intelectual, no puede ser sin embargo reducido a una masa de arribistas incompetentes. En este medio florecieron de hecho, nombres muy relevantes, aunque, en la mayor parte de los casos, su formación se debe a la época de anteguerra y estuvo ligada a maestros que conocieron el exilio y de los que seguirían bebiendo. Los más valiosos de estos hombres lo serán además en la medida en que se separan de las ideas-fuerza del régimen independientemente de su compromiso inicial con él, algo que sólo pueden hacer valiéndose de su pedigrí antidemocrático y antiliberal presuntamente demostrado durante la guerra civil y la dura posguerra.



    En su propósito de subordinar el arte escénico a los intereses del régimen dictatorial, los sublevados no se van a limitar a censurar obras contrarias a su ideología, sino que intentarán fomentar un teatro propagandístico, lo que dará lugar tanto a textos teóricos como a obras dramáticas. En el campo de la teoría, fueron varios los intentos de definir cómo debía ser el teatro en el nuevo régimen, con formulaciones sobre el teatro “patriótico” y “decadentista”, “teatro de masas” y “teatro de minorías selectas”, o el teatro como “liturgia del Imperio”. En el terreno de la práctica escénica, señala César Oliva, el teatro comienza a adquirir un papel relevante entre los sublevados cuando Dionisio Ridruejo se hace cargo del Servicio de Propaganda. Por entonces, Ridruejo exponía así su idea acerca de la función social del teatro:



    “En estos momentos trascendentales en que se debate el porvenir de la Patria, el teatro debía surgir como beligerante en el campo de las ideas —él que es maestro de la vida, como la Historia— para recoger las explosiones de patriotismo que han llevado a una gesta de reconquista, al glorioso pueblo español.”



    Su intento de poner en marcha un teatro nacional respondía, según él mismo explica, a un modelo totalitario:



    “No aspiraba sólo a crear una compañías oficiales ni a controlar a las privadas, sino a promover una serie de instituciones docentes y normativas —algo como la Comédie Française— y a promover centros experimentales, unidades de extensión popular, trashumantes o fijas, y a intervenir la propia Sociedad de Autores, organizando otras paralelas para actores, decoradores, etc. En alguna manera me guiaba por la utopía falangista de la sindicación general del país y ello podía valer, claro está, para el cine, las artes plásticas, los espectáculos de masas y así sucesivamente.”



    Fruto de su proyecto fue la creación del Teatro Nacional de FET y de las JONS, compañía dirigida por Luis Escobar con un repertorio compuesto por obras del Siglo de Oro, acorde con la mitificación del pasado imperial. La labor social del Teatro Nacional de Falange se concebía como una labor “educadora y depuradora”, y así era presentada desde las páginas de la prensa oficial, como muestran estas palabras de Cristóbal de Castro en Arriba:



    “Sus propósitos de dignificar la escena española por medio de los clásicos españoles, en días tan críticos y con ambientes tan adversos, suponen ya alientos desusados. Son los alientos de Falange Española Tradicionalista y de las Jons, de la nuevaEpaña, traducidos en esa fe juvenil, tenaz, exaltada, que la Falange Española Tradicionalista y de las Jons difunde por España entera. Imbuidos por esta misión depuradora y educadora, Luis Escobar y sus camaradas se sirven del teatro clásico como el labrador de su arado, como el guerrero de su escudo. Es una empresa al par defensiva y ofensiva, que tiene el doble fin de adecentar las costumbres y elevar la moral del pueblo por medio de su instrumento más popular: el teatro.”



    Al mismo tiempo, se desacredita la figura del intelectual libre pensador. Así se refería a los intelectuales el fundador del Teatro Nacional de la Falange:



    “Son gentes que han fracasado en la vida; literatos sin lectores, filósofos sin discípulos, arquitectos sin obras, y, lo que es más triste, poetas con talento a veces; pero sin medios de vida; en todo caso, gentes movidas por un rencor. En las campañas revolucionarias o en la masonería encuentran su pedestal.”



    La negación y el desprecio hacia la cultura republicana serán evidentes durante muchos años, e igualmente, los autores dramáticos en el exilio van a ser silenciados y desacreditados. En algunos casos, como el de Alberti, se va a lanzar un duro ataque que pasa por la ridiculización y el insulto. El artículo sobre su versión de La Numancia cervantina, titulado “Una herejía roja”, es buena muestra de ello:



    Mientras en la España de Franco el Teatro de los Frentes y el FET y de las JONS resucitaban la gran tradición antigua celebrando espectáculos como el de Segovia y Santiago de Compostela y montando obras clásicas como La verdad sospechosaLa vida es sueño y los entremeses cervantinos, etc., así como se intentaba un género moderno, nacional y popular con Pliego de romances, en la que fue zona roja se hacía por determinados escritores de izquierda y poetas comunistas un teatro revolucionario, el cual, por sembrar la confusión, tarea a la que estaban tan avezados, ponía una obra elegida como muy conveniente a sus fines: La Numancia, de Cervantes.”



    Movía aquel teatro uno de los seres más abyectos que nacieron, por error, en nuestro suelo: el poeta Alberti, uno de los agentes de Rusia en España, que figuró y agitó cuanto pudo, sin coger las armas jamás para defender lo que propugnaba con su pluma. Sin referirnos más que a su personalidad, por indigno de este espacio, sólo quiero informar a nuestros lectores de una de sus más públicas herejías literarias, que es lo que aquí interesa.



    Con su vanidad alentada por las turbas soviéticas, creyó que podía perfectamente enmendar la plana a Cervantes y llegó al atrevimiento de mezclar sus versos con los del glorioso genio nacional, haciéndole decir ante las multitudes engañadas cosas y arbitrariedades necias.



    A pesar de todo, el discurso contra los intelectuales fue perdiendo fuerza a medida que el régimen de Franco tuvo que adaptarse a la nueva coyuntura mundial surgida en 1945.



    Años más tarde, el propio régimen utilizaría a su favor una serie de nombres de artistas y escritores para demostrar que la creación y la cultura eran posibles en el contexto del franquismo, incluso los de aquellos que habían conseguido abrirse camino a pesar de las trabas de la censura, como sucedió con Buero Vallejo, entre otros.



La censura teatral

“El teatro puede y hoy debe ser principalmente el arte que enfrente al hombre con sus propias pasiones, para orientar su modo de reaccionar ante ellas y contribuir así —imperceptible, pero fundamentalmente— a la formación de una moral y de un estilo que penetre hasta lo más profundo de la vida íntima de nuestro pueblo.”


Guillermo de Reyna (censor de teatro)



    Recién acabada la guerra, la responsabilidad de la censura de teatro recayó circunstancialmente durante unos días en Luis Escobar, según narra este en sus Memorias



    “En aquel momento, el departamento de teatro estaba situado en la calle Duque de Medinaceli de Madrid, en lo que fue Palacio de Hielo, frente al hotel Palace. El secretario del departamento de Teatro era el falangista Román Escohotado. Y ahí acababa todo el personal. En un cierto momento, hasta nos encargaron de la censura. Los autores que tenía obras presentadas tuvieron suerte, porque yo me limitaba a poner el sello de “aprobado” en cada hoja, sin leerlas siquiera; para ello no tenía tiempo ni vocación. Desgraciadamente para los autores, esta situación duró pocos días. Enseguida me aliviaron de tan grato trabajo.”



    Tal como se deduce de las palabras de Escobar, el aparato burocrático de la censura en esta primera etapa es mínimo, probablemente porque la represión que ejerce el franquismo en otros órdenes impide que se presenten a censura textos de ideologías adversas. En los expedientes de estos primeros meses apenas encontramos impresos formalizados, ni tan siquiera informes, a diferencia de lo que sucederá después. Así, por ejemplo, cuando se presentó a censura Tres sombreros de copa en septiembre de 1939, la autorización fue firmada directamente por Samuel Ros, en aquel momento responsable de la censura teatral.



    La censura teatral quedaría regulada a partir de la Orden de 15 de julio de 1939, firmada por Serrano Súñer, por la cual se creaba una Sección de Censura que atendería a los originales de obras teatrales, “cualquiera que sea su género”, además de las publicaciones no periódicas, los periódicos ajenos a la jurisdicción del Servicio Nacional de Prensa, los guiones cinematográficos, “los originales y reproducciones de carácter patriótico”, los textos de las composiciones musicales y “las partituras de las que lleven título o vayan dedicadas a personas o figuras o temas de carácter oficial”. En su preámbulo se justificaba:



    “En las distintas ocasiones ha sido expuesta la necesidad de una intervención celosa y constante del Estado en orden a la educación política y moral de los españoles, como exigencia de éste que surge de nuestra guerra y de la Revolución Nacional. Con objeto de que los criterios que presiden esta obra de educación posean en todo momento unidad precisa y duración segura, conviene crear un organismo único, que reciba la norma del Gobierno y la realice, aplicándola a cada caso particular.”



    Desde las páginas de Arriba, el crítico teatral Antonio de Obregón aplaudía esta medida y la calificaba como “un paso importante en la depuración del teatro y del cine nacionales, necesitados de la mayor vigilancia y atención por parte del Estado”:



    “Se da un paso importantísimo, por el cual el Estado acomete una de sus empresas más difíciles: la elevación del nivel de nuestra producción teatral y cinematográfica, a la vez que da cima a lo que era hasta ahora de urgente necesidad en materia de censura: el enfoque de todos los problemas que esta presenta con un mismo sentido, con una coordinación que alcanza también a los libros, a la propaganda escrita o hablada y a todas las manifestaciones del espíritu. Un punto de arranque común en el propósito, en lo que conviene al Estado y a la educación general de las multitudes; y luego, un tecnicismo y un punto de vista más particular en cada arte, en cada especialidad.”



    Obregón aprovechaba para reclamar una serie de medidas para “depurar” el teatro, no sólo en cuanto a los contenidos, sino también al lenguaje y a los géneros; algo que ya venía solicitando meses atrás en artículos como “Hacia una censura estética” (Arriba, 12-V-1939). En el escrito que ahora nos ocupa, afirmaba:



    “Es muy pronto para ejercer desde la censura oficial una depuración de los géneros teatrales: el astracán sin gracia, el vodevil, enciclopedia de groserías; el sainete con fondo rojo, que son las plagas al uso; porque comedia, lo que se dice una verdadera comedia, hace tiempo que no vemos en nuestros escenarios.”



    Además, solicitaba —convencido de que “sí se puede hacer, y seguramente acometerá nuestra censura estatal”— una “higienización del lenguaje” en los escenarios: “que desaparezca el lenguaje ‘calé’ y castizo (es decir, anticastizo o la degeneración criminal de lo castizo, porque este término significa en buen castellano ‘de buena casta’, ‘de buen origen’; lenguaje puro y sin mezcla), el tipismo y el pintoresquismo, que se oponen, como una barrera infranqueable, a la marcha del buen gusto y a la elevación del nivel general de los espectadores”.



    Aunque la censura nunca llegó al grado extremo de intervención que reclamaba este exaltado falangista, varios censores coincidían con este rechazo hacia ciertas formas teatrales procedentes de los tiempos anteriores a la guerra, incluidas las del teatro conservador. El crítico cerraba su crónica expresando su optimismo ante el futuro del teatro español, desde un concepto totalitario en que el Estado intervendría en el mismo de forma directa:



    “Tenemos confianza completa en el futuro de España y estamos seguros de que todo habrá de transformarse, hasta el teatro. Uno de los datos mejores que juegan en este vaticinio es la vocación teatral del público español, que está patente siempre. España es uno de los pueblos que más atención presta al teatro y uno de los pocos países donde nada representa un peligro para el noble y antiguo arte dramático, que tiene energías sobradas para subsistir. Y la principal razón de nuestro optimismo es que el Estado, ajeno antes a toda clase de iniciativas, interviene ahora directamente en la creación literaria y artística. La creación de esa censura en el Servicio Nacional de Propaganda es una prueba de ello.”



    Progresivamente se irán tomando medidas encaminadas a engrosar el aparato de la censura teatral. En octubre de 1939 se publica una nota en la que se informa de que la censura teatral no sólo afectaría a las obras de nueva creación, sino también al repertorio, de acuerdo con una orden emitida en el mes de enero, “hecha excepción solamente de las obras consideradas clásicas”.



    Desde 1942, la censura de representaciones teatrales depende del Departamento de Teatro de la Sección de Cinematografía y Teatro. Según explicaba el responsable de este Departamento, Ruiloba, este se dividía en dos Negociados: el de Censura Teatral, que controlaba las obras que iban a ser representadas, y el de Intervención en Empresas Privadas, que atendía al intercambio con el extranjero, a la formación de empresas y compañías teatrales (“a base de exigir decoro artístico en los actores y programas”), al control de la producción y a la orientación y vigilancia de las escuelas teatrales.



    Aunque la censura de teatro carecerá de una normativa oficial específica hasta la etapa de Fraga Iribarne, a comienzos de 1944 se publican las normas para los espectáculos de revista, operetas y comedias musicales que regulan, entre otros puntos, la necesidad de presentar previamente los figurines, “en tamaño no inferior a dieciocho por veintidós centímetros, y precisamente en los colores de las telas en que hayan de confeccionarse”.



    En cuanto a la composición de la Junta de Censura teatral, a diferencia de lo que sucede en la censura de libros, ejercida en estos años por profesionales de gran prestigio —Abellán habla de una primera etapa “gloriosa” frente a otra “trivial”—, los censores de teatro no van a gozar del reconocimiento de aquellos, pues los profesionales de mayor prestigio irán destinados al Consejo Nacional del Teatro. No obstante, también en la Junta de Censura teatral habrá críticos teatrales de cierta relevancia, escritores, directores de escena y otros profesionales del medio. Entre quienes colaboran en la Junta de Censura durante estos años se encuentran el falangista Gumersindo Montes Agudo, el periodista y crítico literario Bartolomé Mostaza y, sobre todo, José María Ortiz, que permanece hasta la desaparición de la censura; otros tendrían una estancia más efímera, como Guillermo de Reyna, Antonio Pastor, E. Romeu, Francisco Narbona, José Luis García Velasco, Virgilio Hernández Rivadulla o Rafael Fernández-Shaw; algunos de los cuales también fueron censores de cine.



     En la Junta de Censura hubo siempre censores eclesiásticos, a pesar de que, al margen de la censura oficial, existía una censura eclesiástica que valoraba las obras autorizadas por aquella y vetaba la asistencia a ciertos espectáculos. En estos años, se integran en la Junta los religiosos Fray Mauricio de Begoña y Constancio de Aldeaseca. La opinión de los censores religiosos, como tendremos ocasión de comprobar, fue tenida muy en cuenta por el resto de vocales a lo largo de todo el franquismo, sobre todo en las obras que trataban algún tema relacionado con la religión.




Berta Muñoz Cáliz, El teatro crítico español durante el franquismo, visto por sus censores, Madrid, Fundación Universitaria Española, 2005.

http://www.xn--bertamuoz-r6a.es/censura/indice.html















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