sábado, 31 de diciembre de 2011




En Así que pasen cinco años,  “El Joven no es sólo el protagonista, sino la obra misma propiamente.”



     El tema de los personajes en esta obra, envueltos en simbología, que parecen salidos de un sueño y visten como en tal, merece que nos detengamos un momento considerable en él. Y para ello hemos seleccionado la parte de la editorial Cátedra que se refiere a los personajes de la obra puesto que es muy aclaratoria.


Los personajes
(Introducción a la obra de la editorial Cátedra)

“Lo primero que llama nuestra atención es el alto número de participantes que requiere el reparto: veintidós personajes, incluyendo animales (El Gato), objetos (El Maniquí), figuras de la Commedia dell’Arte (Arlequín y Payaso), más seis figuras raras y silenciosas que pueblan el bosque en el cuadro primero del tercer acto. A saber: dos máscaras con el rostro y manos pintadas de blanco, otras dos que entran más adelante y dos criados con libreas azules y rostros palidísimos.

Señalaremos como primer carácter distintivo el hecho de que todos estos personajes son presentados únicamente por su nombre genérico; con una excepción, la de Juan, El Criado, cuyo nombre propio es necesario para alguien que debe ser llamado o interpelado a distancia. Lorca utiliza este mismo sistema en otras obras, dando sólo uno o dos nombres propios como en La zapatera prodigiosa, en Bodas de sangre, en Doña Rosita, y desde luego en las “irrepresentables”, incluyendo Comedia sin título.

Es sabido que la identificación de personajes por su edad, profesión, relación familiar, etc., evitando nombres propios, es una característica del teatro expresionista. También lo es la utilización de figuras simbólicas, máscaras, animales u objetos humanizados o deformados, o la inclusión de movimiento de ballet o pantomima, aunque esto no quiera decir que tales recursos no puedan también relacionarse con el surrealismo. Además de la tendencia genérica, señala Andrew Anderson, el uso de bloques de personajes indistinguibles entre sí, vistiendo elegantemente de etiqueta, descripción que encaja con los tres jugadores del cuadro último de nuestra obra, pero que corresponde también al carácter formal de la indumentaria de los demás participantes en la Leyenda del Tiempo, que ayuda, por cierto, marcadamente a la identificación de su simbolismo.

Citemos como ejemplos, el impecable chaqué gris de El Viejo; el traje de niño en tamaño de adulto del Amigo 2º, blanco con enormes botones azules, chaleco y corbata de rizados encajes; la exagerada bata de cola con grandes lazos y encajes, rayana en lo cursi, de La Novia; El Padre, vistiendo traje negro con guantes blancos, ridículamente formal en su propia casa; El Joven, en el primer cuadro del tercer acto, a la última moda del año 30, tal como viste el poeta en sus fotografías de Nueva York, de sport, nickers grises y medias de lana a cuadros azules o con el elegante frac en el cuadro final; sin contar el auténtico traje de “máscara” de La Máscara Amarilla; o para terminar, el atuendo de La Mecanógrafa en el acto 3º, primer cuadro, que añade a un traje de tenis una boina de color fuerte, indefinido, y una capa larga.

Pero lo remarcable es que la mayor parte de esta larga lista de caracteres será vista por corto tiempo y en uno sólo de los actos. Así, de los ocho actores del primer acto, tres no volverán a ser vistos. Los cuatro nuevos personajes del segundo acto no pasarán al tercero. De los trece que figuran en el primer cuadro del tercer acto, únicamente encontraremos a dos en el cuadro final, donde habrá también cuatro nuevos actores no conocidos hasta entonces. Resumiendo: solamente un personaje, El Joven, está presente en toda la obra. El Viejo que le acompaña, no le sigue al cuadro final. El Criado aparece en el primero y ambos cuadros del tercer acto. Diríamos, pues, que El Joven no es sólo el protagonista, sino la obra misma propiamente.

Entendemos, así, que la relativa rapidez con que la mayoría de los participantes pasa ante nuestros ojos no dará lugar a un estudio psicológico detenido. Son “ideas vestidas”, tal como definió el propio Lorca a sus criaturas, cuya caracterización no puede profundizar mucho más allá del propio símbolo representado.

Pero debemos señalar ya, no obstante, la importantísima excepción que constituyen dos personajes inigualables: El Niño y El Gato –que es gata. Ambas psicologías, de niño y niña, están magistralmente conseguidas en un dúo de ternura e ingenuidad infantil elevado a la más alta calidad poética.

De los caracteres femeninos, destacan en primer lugar, las dos mujeres, entre las que se debate la vida de El Joven, que personifican dos formas de amor. La sensualidad exacerbada, trazada con matices irónicos de La Novia, contrasta con el amor idealizado hasta la irrealidad de La Mecanógrafa. Pero la primera, con toda su urgencia, vive el amor, cree sentir ya al hijo futuro en las entrañas, mientras la segunda sueña, y anhela tanto ese amor que no sabe reconocerlo cuando llega a tenerlo presente. En el marco de lo imprevista aparece un tercer personaje femenino: La Máscara Amarilla. Su historia aberrante es de frustración completa, no fue sólo abandonada por su amante, hipotético conde italiano, sino que su hijo acaba de morir, abandonándola también. Sumida en la confusión de diferentes planos de temporalidad, presente y pasado quedan fundidos para ella. No sabemos bien en cuál vive o cree vivir.

En el primer acto el tema del Tiempo ocupa el diálogo de El Joven y sus tres alter egos. Lorca está haciendo lo que hiciera ya Góngora, que como él mismo nos dice: “Dobla y triplica la imagen para llevarnos a planos diferentes” necesarios “para redondear la acción y comunicarla con todos sus aspectos”. Desdobla, pues, nuestro poeta el pensamiento de su personaje central en proyecciones humanizadas de futuro, presente y pasado, muy al estilo, precisamente, que hubiera hecho Calderón en un auto sacramental. De los tres caracteres resultantes, Viejo, Amigo 1º y Amigo 2º, es El Viejo el que permanece como inseparable del protagonista. Es la personificación del Tiempo, pero en un aspecto muy original. No es Cronos, no conserva de éste más que la calidad de anciano irritable, no esperemos guadañas, ni clepsidras, a que nos remitiría la simbología inmediata, porque no representa tal concepción de Tiempo absoluto. Es tiempo humano, limitado, espacio de tiempo futuro que queda desde el presente a la muerte, que se va consumiendo con cada acción, con la realización de los hechos. Es éste el Tiempo a que alude el subtítulo de Así que pasen cinco años. De aquí que El Viejo asuma cierto papel de guardián o director de El Joven, al que aconseja siempre la inacción, la espera, puesto que el tiempo se gasta y hay que hacerlo durar para que no llegue la muerte. Evitará así la palabra “años” sustituyéndola por cualquier otra (“Porque si ella tiene quince años puede tener quince crepúsculos o quince cielos”), o cambiará la conjugación para no utilizar un tiempo pasado y dirá: “Se me olvidará el sombrero” en lugar del impronunciable “Se me olvidó.” Por eso aparece herido cuando El Joven intenta “consumir” su vida, buscándola en el amor. Lo volveremos a ver por última vez al fin del primer cuadro del tercer acto, ya mal herido porque queda muy poco tiempo, pero ese plazo de vida restante, corto o largo, hay que intentar agotarlo también. Por eso insiste: “Vamos a no llegar, pero vamos a ir.”

El Amigo 1º, uno de los caracteres trazados con cierto detenimiento, ejemplifica la vitalidad, la acción. Está lanzado al presente, a la vida, gozando de todo cuanto ésta puede poner a su alcance, mujeres, alcohol, hombres si es necesario. La personalidad de El Amigo 2º, entregado al recuerdo, deseando sumirse en el pasado, queda plasmada en el magnífico poema de “La suite del regreso” incorporado a la obra como fin del acto primero.

Pero este joven vive encerrado entre los cuatro muros de su biblioteca. Su miedo a la vida se trasluce en su rechazo del mundo exterior, del ruido de la calle, del movimiento. “Están las cosas más vivas dentro que ahí fuera, expuestas al aire o a la muerte” –le aconseja El Viejo. Su repulsión por el presente le lleva a posponer la fecha de su encuentro con la mujer, con el amor, fijando un plazo detenido en una arbitraria dilación de cinco años vagamente justificados, igual que lo es la motivación del largo viaje de La Novia. Vive en un tiempo estático que se va consumiendo, mientras justifica sin demasiada precisión la dilación de la espera, proyectando al mismo tiempo todo recuerdo hacia el futuro. “Hay que recordar hacia mañana”, le insiste El Viejo. Nuestro protagonista parece padecer una aparente apatía o timidez sexual. “Quisiera querer –dice- como quisiera tener sed delante de las fuentes.” No se trata exactamente de un caso de impotencia como algunos críticos han querido ver, sino más bien de un abúlico desinterés, y si el Amigo 1º en su desenfrenado vitalismo le empuja a una lucha momentánea de posible tinte homosexual, participa en el juego con la misma desgana y alejamiento que presenta ante su amor por La Novia.

Tiene, desde luego, El Joven un evidente parentesco con Don Perlimplín, que refugiado entre libros, huyendo de la vida, llegó a viejo sin haberla vivido. Sin embargo, para Francisco García Lorca no se trata de un personaje pasivo porque “asistimos a su dolorosa lucha por vivir desviviéndose, y esa lucha es la que se dramatiza”. Su angustia vital lo mantiene paralizado. Más que vivir, sueña o espera.

Pero su fracaso ante La Novia y la acusación de El Maniquí que lo culpa duramente por su inacción, lo hacen despertar súbitamente a la realidad. No ha habido ni hay aún mujer en su vida, y el deseo de paternidad se hace acuciante en él. Su vida también tiene un plazo que el Tiempo va destruyendo. Debe rápidamente encontrarse a sí mismo en el amor por la mujer y en el hijo no nacido. Pero es demasiado tarde. Frustrado, perdido en la espera y en la inútil busca de lo ya pasado, El Joven tiene que morir. Su nombre abstracto, después de todo, lleva implícita su temporalidad.

El Maniquí del vestido de novia, objeto humanizado, se alza a categoría de personaje conectado con el tema de la frustración amorosa. Símbolo usual, por el contrario, de la feliz ceremonia del triunfo del amor, de la unión erótica que implica la esperanza de fecundidad, queda fijo en un punto equidistante entre la Novia y La Mecanógrafa. Muy utilizado por el surrealismo, y por el propio Lorca, debemos suponerlo aquí como El Maniquí de escaparate que reproduce tradicionalmente embellecida, pero con exactitud, la figura femenina agrandada por la longitud de la cola del vestido y los largos velos blancos. No se trata del maniquí de modista o sastre, sin brazos ni cabeza, a modo de torso amputado. En tal forma, con un tinte siniestro, lo veremos en el cuadro final, despojado del velo, convertido en objeto mudo que aunque condenado al polvo del desván permanecerá en escena presenciando la muerte de El Joven.

La Criada de La Novia, entre la larga serie de retratos de criadas andaluzas que Lorca hace pasar del recuerdo familiar a su teatro, es como excepción joven, y en oposición a La Novia su visión del amor es lírico-romántica con el intencionado tinte cursi de comedia realista a que pertenece como personaje.

El Padre que participa también del mismo ambiente de comedia, es casi una caricatura, Viejo distraído “delicadamente” miope, con su cara de color rosa y peluca blanca está literalmente en la luna, lo mismo en el acontecer de su casa que en la contemplación de eclipses.

En la intrusión de las dos figuras de la comedia del arte en el acto tercero hay algo desconcertante. Payaso y Arlequín no corresponden exactamente a su carácter tradicional, frívolo y de pantomima ligera, ya sea teatral o de carácter circense. Aquí son dos figuras extrañas, siniestras (“La cabeza empolvada del Payaso da una sensación de calavera”, advierte la acotación) y sus palabras entre irónicas y melancólicas, los sitúan muy por encima de la acción como conocedores de todo lo pasado y lo por pasar. Encargados de encaminar a los que se pierden en el bosque hacia la única salida, el circo “lleno de espectadores definitivamente quietos”, parecen desempeñar un incierto papel de criados o introductores de la muerte.

Por lo que respecta a La Muchacha, personaje menor, pero muy lírico, puede representar quizá el salto atrás en el tiempo de La Mecanógrafa. Nos basamos en el recuerdo de ésta en el primer acto de un tiempo más lejano, cuando El Joven en “pequeñito”, un niño, al que ella, niña enamorada, contemplaba desde arriba, asomada a su balcón, mientras él, indiferente, jugaba abajo. Es esta línea afectiva bien marcada de arriba abajo la que se repite en la búsqueda de La Muchacha de un amante al que el tiempo ha ido hundiendo siempre en la vertical hasta el punto más lejano posible: el fondo del mar.

Juan, El Criado, carácter fantasmal que se desliza en silencio, siempre andando en la punta de los pies. Parece quedar como situado al margen, estar hecho de otra materia que el resto de los personajes. Diríase que es consubstancial con la biblioteca, ya que aparece las tres veces que se repite este decorado. Es testigo mudo, pero es el que sabe todo lo que ocurre entre la habitación cerrada y la calle o el exterior. Su papel es el de mediador entre el dentro y el fuera y es el que con su candelabro encendido, a modo de cirio funerario, entra en escena ya muerto El Joven, poniendo fin al drama.

Quedan por mencionar, finalmente, los tres jugadores. Fríamente correctos, elegantísimamente vestidos, fracs y largas capas de raso, emulan el atavío y la conducta estereotipada desde su estreno en el teatro de Nueva York en 1927, del Conde Drácula, el vampiro. Aunque el blanco de las capas no corresponda al atuendo de éste último, es color que en la simbología lorquiana nos representa a la muerte, cuya presencia física aparece en este caso desdoblada en tres alter egos, que, como ya indicamos, comenta progresivamente –siempre cerrando el círculo de la obra de principio a fin- la suerte de cada unos de los tres alter egos del protagonista que conocimos en el primer acto.”







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