sábado, 10 de marzo de 2012



Historia de una escalera. TIEMPO Y ESPACIO

(Introducción de Austral Editorial)


     Es bien sabido que la profundidad de las ideas y la seria reflexión que las obras de Buero han propuesto sobre los conflictos éticos, sociales e individuales de cada uno de los momentos de su tiempo han velado, en cierto modo, la consideración de los aciertos dramatúrgicos que, en tan gran medida como los temáticos y argumentales, poseen sus obras. Tiempo y espacio han supuesto para el autor elementos destacables de la conflictiva existencia humana por creerlos“los grandes límites del hombre” pero también constantes motivos de indagación técnica. En 1950 indicaba: “La construcción técnica me preocupó especialmente; un escenario “de puertas afuera” imponía una forzosa fugacidad en las situaciones, muy interesante de resolver”; y en otro lugar subrayaba: “Creo que fueron dos preocupaciones simultáneas las que me llevaron a escribir la obra: desarrollar el panorama humano que siempre ofrece una escalera de vecinos y abordar las tentadoras dificultades de construcción teatral que un escenario como ese poseía”.


     El espacio de la escalera está perfectamente descrito desde la primera acotación que, en su detallismo y funcionalidad, constituye un perfilado boceto escenográfico. Sólo la adjetivación permite observar que este lugar goza también de valor simbólico al coincidir en su decrepitud y desgaste con el proceso seguido por las vidas que en ella se desarrollan y con la imposibilidad que los seres que la pueblan tienen para modificar su destino. El deterioro se subraya por la permanencia del mismo espacio descrito al inicio del acto segundo. La calificación del entorno y sus objetos (“modesta”, “pobre”,“sucia”, “polvorienta”) corrobora la tajante aseveración de la frase que antecede: “Han pasado diez años que no se notan nada”. Al comienzo del tercer acto algo ha cambiado: “La ventana tiene ahora cristales romboidales coloreados, y en la pared del segundo rellano, frente al tramo, puede leerse la palabra QUINTO en una placa de metal. Las puertas han sido dotadas de timbre eléctrico, y las paredes, blanqueadas”; sin embargo, el dramaturgo avisa desde la acotación que todo ello es un disfraz que el casero ha superpuesto a la escalera de siempre. Igual ocurre con los nuevos inquilinos; parecen personas distintas, pero en el fondo son también insustanciales y mezquinos; otro tanto se podría decir de los jóvenes que a continuación aparecerán en ella, quienes, bajo la apariencia de pureza, esconden ya quizá el germen de la inautenticidad.


     Este espacio “de puertas afuera” coloca al espectador en posición distanciada, capacitado por el dramaturgo para captar únicamente aquello que los personajes están dispuestos a expresar en el lugar de paso. El hecho de que la calle y sus conflictos sociales y políticos y las viviendas con su bullir interior sean espacios omitidos para el receptor determina que éste sea conducido hacia el reconocimiento de situaciones y personajes por breves retazos conversacionales que, sin embargo, producen la sensación de un proceso vital completo.


     De la problemática realidad social eludida en la representación informan las mujeres, que se quejan al pie de las puertas de sus casas del difícil trance de llegar a fin de mes; el “casinillo”, espacio de la confidencia, recoge y transmite la información sobre los movimientos políticos del exterior, con el renacer de la conciencia obrera y su lucha contra la burguesía adocenada, y muestra los afectos y el desamor; el reproche político surge en la inestable posición que supone hallarse entre los peldaños queriendo escapar de una verdad ya ineludible. El conjunto de la escalera que ocupa el escenario no es sólo un lugar de encuentro entre personajes; es el lugar donde rebosa el recipiente que detrás de las puertas se ha llenado de amargura y frustración, y viene de la calle colmado de desencanto y fracaso.


     Es preciso también entender el tiempo en varios sentidos: de un lado, posee la noción de “límite” que afecta al tema, de lo que habla Fernando en la escena segunda del acto primero; de otro, contiene la dimensión dramatúrgica como constituyente básico del hecho teatral y condicionante de su estructura. Buero, buen conocedor del género, ha manipulado tiempo y espacio a lo largo de toda su producción: en Aventura en lo gris, el tiempo onírico de “El Sueño” interpolado en la acción presenta hechos que están ocurriendo en el tiempo real, y el público sólo toma conciencia de ello al descubrirse el cadáver de Isabel; la sujeción del tiempo de la historia escenificada al de la representación está marcada en escena por un reloj en Madrugada; la diversidad temporal presente en el doble plano del escenario es la base de la estructura dramatúrgica de El tragaluz y de La doble historia del doctor Valmy; en La Fundación, el receptor se ve inmerso en la falacia espacial que genera la mente culpable de Tomás; los dos elementos (tiempo y espacio) se ensamblan de tal manera en La detonación que los lugares son símbolo y representación del tiempo, ya que toda la obra constituye una inmersión en el pasado y lo que el espacio escénico muestra son referencias cronológicas del proceso de aniquilación de la víctima. Aunque en muchas de sus obras estos integrantes son elementos fundamentales, sírvanos como último ejemplo el extraordinario juego espacio-temporal con que se estructura la acción de Jueces en la noche.


     A pesar de su aparente sencillez, las nociones de tiempo en Historia de una escalera son múltiples y su función dramatúrgica, sustancial. Una precisión objetivada por el autor (“es una obra en tres actos y treinta años”) fija el tramo temporal en el que se producen los hechos dramatizados; en otro lugar reconoce: “Las concreciones de tiempo –años 1919, 1929 y 1949- y de lugar –Madrid- que las representaciones y sus programas han ofrecido de una manera por imperativos elementales del teatro, actuaron en mí de una manera subterránea […]. Pero ninguna de ellas entró en el plan consciente del trabajo”. El tiempo de la historia representada, impreciso y ambiguo a partir de la primera acotación (“El espectador asiste, en este acto y en el siguiente, a la galvanización momentánea de tiempos que han pasado. Los vestidos tienen un vago aire retrospectivo”) posee la particularidad de ser reactivador (“galvanizador”) de los tiempos pasados con voluntaria indeterminación, lo que concede a la pieza el carácter de teatro histórico en la línea que el propio Buero iniciaría de hecho en 1958 con Un soñador para un pueblo; ese teatro que “ilumina nuestro presente […] y nos hace entender y sentir mejor la relación viva existente entre lo que sucedió y lo que nos sucede”. La obra provocaba en el momento de su estreno, y en el de cada una de sus representaciones posteriores, una mirada hacia atrás por parte de los espectadores, una contemplación del ayer activadora de la reflexión sobre el hoy, de ahí surge la nueva noción de tiempo dramatúrgico que afecta al espectador, al conectar éste su realidad presente con la del presente de los personajes de la escena, y lo capacita para resolver si está dispuesto a superar el “eterno retorno”. Visto así, el tiempo de Historia de una escalera, es, como en El tragaluz, Valmy o el teatro histórico, un generador de perspectivas favorecedoras del reconocimiento y la catarsis. Al contar con el público como futuro superador de los males sufridos por sus personajes, Buero estaba esbozando la idea básica de El tragaluz, cuyos representantes de un mundo no contaminado podrían ser aquellos de los espectadores capaces de librarse de las taras del mundo presente.


     Casi cincuenta años después, el autor recoge en otros personajes (Gabriel y Matilde, de Las trampas del azar) esa generación de jóvenes que dejó haciendo promesas; el retorno se ha seguido produciendo, pero el dramaturgo aún mantiene la esperanza en la figura de Patricia, la joven de los años noventa que, inmersa en un mundo contaminado, es consciente del peligro que corre y está dispuesta a luchar contra él.


     Algunas marcas expresadas en el drama ayudan a configurar el tiempo de la historia; la más significativa, si aceptamos la contemporaneidad de la voz narrativa que surge de las acotaciones y el momento de escritura del texto, es la afirmación de la didascalia que encabeza el acto tercero: “Es ya nuestra época”,correspondiendo a la de la conclusión del manuscrito o la de la escritura de la acotación. Sin embargo, es también la de cada momento posterior de lectura o representación de la pieza, porque con la generalización inicial (“tiempos que han pasado”) el autor indetermina los límites de los treinta años en los que lo sustancial es plantear la relación del hombre con su sociedad, con su entorno personal y con su propia naturaleza, y los conflictos que estas relaciones le producen. Todo ello es intemporal y sustenta la dimensión profunda, simbólica, de una obra que se presentó ante el público con la apariencia de un sainete y la etiqueta del realismo porque su autor quiso “hacer una comedia en la que lo ambicioso del propósito estético se articulase en formas teatrales susceptibles de ser recibidas con agrado por el gran público”.


     A pesar de lo que afirmamos, existen indicios temporales que, bien observados, ayudan a descubrir el tiempo aludido por la acción y el de los acontecimientos políticos del exterior. En el primer acto se pueden tomar como claves el precio de los recibos de la luz y, sobre todo, el discurso político de Urbano acerca del sindicalismo y la huelga de metalúrgicos. Estos indicios colocarán la acción hacia la mitad de la segunda década de nuestro siglo, momento en que nace el dramaturgo (1916). A partir de aquí las precisiones interesan menos; los diez años siguientes “no se notan en nada” en el espacio ocupado por los personajes, que sí han padecido los efectos del tiempo: “Paca y Generosa han encanecido mucho”; “Trini es ya una mujer madura”; Carmina “empieza a marchitarse” y Elvira (“cuya cara no guarda nada de la antigua vivacidad”) y Fernando tienen un hijo. Sobre Fernando y Urbano nada físico precisa el dramaturgo, salvo lo relativo a su atuendo, quizá porque, al ser los personajes polarizadores del conflicto, lo que le interesa es su persistencia en los errores de comportamiento individual y la falsedad de sus relaciones interpersonales.


     Al comienzo del acto tercero, después de pasados veinte años más, una forma verbal de aspecto durativo marca la permanencia: “La escalera sigue siendo una humilde escalera de vecindad”. El tiempo, sin embargo, ha hecho estragos físicos en los habitantes que quedan en pie, con lo que algunos son, a primera vista, irreconocibles, como se vierte en la estructura de la frase con la acotación da entrada a “una viejecita consumida y arrugada” que resulta ser Paca. La contemporaneidad está marcada por los dos nuevos inquilinos, cuyo dinamismo contrasta con la lentitud de la anciana y avisa de una nueva forma de fugacidad, la que imprime el comportamiento deshumanizado de los tiempos modernos; éstos tampoco parecen traer la esperanza porque sus representantes, absorbidos por el progreso, sólo han evolucionado en el nivel económico. Los efectos temporales están especialmente puestos de manifiesto en este acto, en el que el dramaturgo contrasta las evidentes diferencias exteriores con la noción final de “volver a empezar”.


     Las “huellas de la edad” se perciben en las parejas centrales, descritas como “casi viejos”. Los hijos hacen también evidente el cambio. A Manolín, el pequeño de Fernando y Elvira, lo encontramos el día que cumple doce años. Muy significativo es el tiempo como elemento igualador de Trini y Rosa: “Una pareja notablemente igualada por las arrugas y la tristeza que la desilusión y las penas han puesto en sus rostros”. Las hermanas viven ahora juntas; durante la elipsis ha muerto el señor Juan, con quien Trini tan bien se entendía, y Pepe ha dejado abandonada a Rosa; en fugaces retazos, situados en el discurso de los personajes, el receptor será informado de los sucesos del tiempo omitido y asistirá, por tanto, al proceso de evolución de las existencias. Las últimas frases intercambiadas antes de cerrar la puerta de su casa, clausuran para el espectador la tragedia de estas dos mujeres.


     En el discurso dramático nada, aparentemente, resulta indicio del terrible acontecimiento que ocupó el comienzo de la última década del tiempo omitido (1936-1939), pero una réplica de Urbano a Fernando en la escena tercera del tercer acto daba, antes de ser censurada, la clave temporal del conflicto exterior sufrido y enlazaba en palabras y actitud con otra dada por el mismo personaje en la escena segunda del acto primero, cuando Urbano, en plena efervescencia sindicalista y juvenil, acepta: “Ya sé que no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás”. No es muy lógica esta posición en la figura del defensor radical de unas convicciones recién estrenadas, es más bien la actitud de un personaje construido desde la experiencia del fracaso, un personaje a quien el tiempo dramático ha demostrado lo que su autor ya sabía, que el esfuerzo ha sido inútil o que quizá ha faltado esfuerzo; por eso, antes de que el tiempo transcurra, él ha aceptado que “lo más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este ‘casinillo’”. El personaje siente el tiempo y, por tanto, posee la trágica sensación de ver “ya en el presente el pasado y en el pasado lo porvenir”.

VIRTUDES SERRANO

No hay comentarios:

Publicar un comentario